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SENDERO LUMINOSO: DE MARIÁTEGUI AL TERROR ROJO (primera parte)

viernes, 19 de noviembre de 2010

Nota publicada por la revista Sudestada en octubre del 2010

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por Martín Latorraca y Hugo Montero



“El marxismo-leninismo abrirá el sendero luminoso hacia la revolución...” José Carlos Mariátegui


1.

¿Es que no escucha la voz de alerta de las compañeras, primero un susurro confidente, después un grito tenso, casi un ruego? ¿No se inmuta cuando el chofer del micro se detiene de improviso frente al retén policial y baja a las zancadas y corre aterrorizado hasta el resguardo del destacamento? ¿Es que no percibe la salida intempestiva de los agentes uniformados, que ahora rodean el bus, que disparan al aire, que apuntan hacia su ventanilla y exigen su rendición a los gritos? Feliciano mira hacia la nada, inmutable. Afuera, apenas amanece sobre la ruta que parte por la mitad a la selvática localidad de Cochas, muy cerca de Huancayo. No, no escucha a las compañeras que esperan una orden, que no saben qué hacer, que gimen desesperadas frente al desenlace inexorable. Feliciano no dice nada, elige el silencio, y se aferra a la bolsa de arpillera que oculta entre sus piernas. ¿Es que no comprende que en segundos el micro será baleado por la policía? ¿No le importa que ahora, armados de un temor alimentado durante meses de cerco y búsqueda implacable, los agentes aborden el colectivo y apunten sus fusiles trémulos contra su pecho y parezcan dispuestos a llenarlo de agujeros ante el primer movimiento de su cuerpo gastado, exhausto ya de tanto escapar hacia ningún lado? Feliciano mira los ojos de sus captores, mide el terror en sus miradas, lo conoce. Sabe que esa madrugada del 14 de julio de 1999 ha llegado al final del camino.

De frente al caño de un revólver, las palabras se caen de su boca sin convicción, se pierden en el silencio tenso del pasillo del ómnibus copado por la policía...

- Ya perdí, ustedes han ganado. Soy Feliciano. No le hagan daño a las mujeres que me acompañan. Estoy desarmado...

Los uniformados no bajan la guardia, tampoco las armas. No por nada el hombre que les habla es el guerrillero más buscado de la patria, el último líder histórico de Sendero Luminoso... ¿El temible comandante Feliciano, cuya cabeza se cotiza en 200 mil dólares de recompensa se entrega así, sin resistencia, preocupado apenas por la seguridad de sus tres camaradas que asisten a la escena en disciplinado mutismo? ¿El líder de la violenta fracción “Sendero Rojo”, por el cual se lanza un operativo con 1.500 efectivos dispersos en la selva central peruana, afirma estar desarmado, se muestra abatido y derrotado ante sus captores? ¿Por qué se aferra, como un náufrago a la deriva, a una bolsa de arpillera que no contiene otra cosa que medicinas, unos choclos, un par de papas?

Feliciano no lo dice, pero esa madrugada no lo han derrotado. Él sabe que la derrota comenzó mucho tiempo atrás, que el incidente de su captura es la consecuencia lógica de un epílogo que se demoró más de la cuenta. Fatigado por el esfuerzo empeñado en eludir un cerco tras otro, rengo por una herida de guerra mal curada, sin más hombres a su cargo que un manojo de espectros sin preparación militar, Feliciano se entrega porque conoce el guión de esta historia. Ya no es el temible guerrillero que osó escupir sobre las órdenes de un claudicante y servil Abimael Guzmán y que se forjó fama de rebelde por su lucha incansable al mando de la fracción “Proseguir”. Ya no es el caudillo indomable que propone persistir hasta vencer, el líder de la “línea liquidacionista” o del “bloque escicionista”, según las categorías de Guzmán cuando desoyó su llamado insultante a negociar la paz. Ahora es un hombre viejo, exhausto, rengo, desarmado. Ahora es una sombra.

Sabe Feliciano que, desde esta madrugada fatal, su ejército disperso y raleado que intenta sobrevivir en el valle de los ríos Apurímac y Ene (VRAE) quedará en manos de José y de Alipio, que ya no estará él para controlar el vínculo entre Sendero y el tráfico en esa zona selvática donde se concentra la mayor producción de coca del país, que ya no podrá impedir que Sendero se transforme en otra cosa. En algo muy distinto a lo que imaginó en 1992, cuando supo que Guzmán había sido atrapado sin mediar un solo disparo por la policía, y con él otros ocho integrantes del Comité Central, en un golpe de inteligencia que desmoronó a la organización. Sólo él zafó del operativo de inteligencia militar, y zafó porque estaba en el campo, combatiendo, y no en Lima, resguardado como un burgués, gozando de los privilegios de una beatificación irracional, custodiado por un grupo de fieles sin un solo revólver en toda la casa para presentar combate en caso de redada policial.

Ese paralelo es lo único que inquieta ahora a Feliciano. Él también, como Guzmán, se entrega desarmado. Él tampoco cae en manos del enemigo luego de una balacera heroica, después de jugarse el pellejo a cara o cruz y ganarse un lugar en el panteón de los mitos rebeldes. No pudo cumplir con la recomendación de su padre (“Yo le diría que como hombre se defienda y que si no quiere ser detenido, que se mate”), un decepcionado general retirado del ejército que no había podido impedir que su hijo notable, el único con medalla de honor por excelencia académica en el colegio, se sumara a la guerrilla maoísta que haría tambalear al Estado durante más de una década.

No pudo, y la similitud lo avergüenza. En todo lo demás, se diferencia del “traidor y delator”, del “llorón y farsante”, del “déspota y alcohólico”, como definiría después a Guzmán en su celda en la Base Naval del Callao, no muy lejos del calabozo donde envejece el propio Presidente Gonzalo. Si Abimael es el teórico, con su aspecto de profesor universitario y su impronta de orador académico; Feliciano es el hombre de acción, un soldado de la revolución, el primero en la embestida. Si Guzmán es capturado en el ápice del poder de Sendero, semanas después de anunciar el pasaje a la fase de “equilibrio estratégico” y semanas antes de la ofensiva final; Feliciano cae cuando Sendero es una sombra de sí mismo, un grupo dividido por las pujas internas que reparte su tiempo entre forjar una alianza con los narcos en la selva o intentar reconstituir algo de toda la fortaleza perdida. Si uno teoriza oculto, firma órdenes y exige sacrificios heroicos desde los sótanos de una ciudad aterrorizada, el otro sangra en la batalla, pone el cuerpo, respira peligro en el campo. Si Guzmán proclama la necesidad de un acuerdo de paz a poco de asumir la derrota en la cárcel, Feliciano persiste en la lucha después de esa misma derrota.

Feliciano se entrega. Lo espera una larga condena. Lo espera, también, el balance de una historia que alguna vez se llamó Sendero Luminoso, pero que ahora asume las formas de un recodo oscuro, lúgubre, ajeno a toda épica.

2.


El sol quemaba. Arequipa sufría los ataques virulentos de los rayos solares que presagiaban un duro verano. Al sur del Perú, comenzaba a dar sus primeros pasos militantes y políticos Abimael Guzmán. Hijo de un padre poderoso y una madre pobre, fue criado por la mujer de su padre en los mejores barrios de la ciudad, alejado de la marginalidad en la que sobrevivía su madre. Corría 1958 y un terremoto sacudió toda la zona. Por aquellos días, Guzmán pudo ver que tras lo coquetos muros de su casa, a pocas cuadras de su barrio, miles de personas habían sufrido la consecuencias del temblor. Enseguida emprendió su primera experiencia clandestina: se acercó a los damnificados y les donó casi toda su biblioteca personal. Abimael Guzmán tenía 24 años. Luego estudió Filosofía y Derecho e inició su militancia política orgánica en 1960 en el Partido Comunista del Perú (PCP).

Mientras realizaba sus exámenes finales, obtuvo un puesto como profesor en la Universidad de Arequipa, cargo que perdió en 1960 debido a una profunda reforma académica. Recién incorporado al PCP y sin trabajo dentro de la universidad, su horizonte estaba lejos de su ciudad natal. Pronto una oferta lo sedujo. Podía volver a las aulas como profesor de Filosofía en la Universidad San Cristóbal de Huamanga, en Ayacucho. Con este cambio de localidad, Guzmán encontraría el escenario ideal para lo que luego sería Sendero Luminoso. La ciudad que lo recibió era totalmente distinta a Arequipa, que era la segunda localidad más poderosa del Perú, con fuertes industrias laneras y con la importancia de salida al Pacífico. En cambio, Ayacucho era el distrito pobre, con un sistema agrícola basado en el feudalismo más atrasado, en el que los hacendados oprimían y mantenían en la miseria a los campesinos. La Universidad era una cuestión de orgullo para los ayacuchanos, donde por primera vez en todo Perú los hijos de los hacendados debían compartir aulas con los campesinos. Por sus claustros pasaron intelectuales como Luis Lumbreras, y escritores como Julio Ramón Ribeyro y Oswaldo Reynoso. Apenas cinco años después de su reapertura, llegó a la Universidad el rector Efraín Morote, un antropólogo progresista que abonó el campo para el desarrollo de actividades políticas. Así en 1961, la fracción maoísta del PCP, que luego se convertiría en Sendero Luminoso, creó el Frente Estudiantil Revolucionario, bajo la mirada atenta de Guzmán, quien dos años más tarde ya formaba parte del Consejo Académico. Al mismo tiempo, continuaba con su militancia dentro de la célula de intelectuales que realizaba un intenso trabajo político en los barrios pobres, y a los pocos meses ya comandaba la dirección juvenil del Partido, lo que le permitió, con el soporte de la Universidad, organizar y educar a los crecientes cuadros comunistas. La Universidad de San Cristóbal, durante el rectorado de Morote de 1962 a 1968, llevó al máximo el ideario del fundador del Partido Comunista, José Carlos Mariátegui: "La universidad como una fábrica y los estudiantes como sus trabajadores". Guzmán no quería resignarse a ocupar sólo cargos académicos. Buscaba algo que le permitiera comenzar a verter sus lineamientos ideológicos a las bases. No le alcanzaba con desviar parte de su programa como profesor y llevar las clases al debate político. Tenía que lograr adoctrinar a los futuros formadores, no le bastaba con los estudiantes.

Con el telón de fondo del enfrentamiento ideológico iniciado en 1956 entre la China de Mao y la URSS de Jruchov, el movimiento revolucionario internacional recibió el impacto. Con la ruptura definitiva en 1963, la fractura dentro de las filas de los PC no demoraría en impactar también en el Perú, donde sería determinante para la futura formación de Sendero Luminoso. En 1964 se realizó el IV Congreso del PCP y se conformaron dos grupos antagónicos: el Partido Comunista Peruano-Unidad (que defendía la "vía pacífica al socialismo") y el Partido Comunista Peruano-Bandera Roja (que proponía desarrollar la guerra popular prolongada maoísta). Con esta división, Abimael Guzmán se sumó al segundo grupo y al poco tiempo, llegó a dirigir el comité del PCP-BR de Ayacucho. Desde esa posición de dirigente político y universitario, logró que el maoísmo predominara entre el estudiantado para luego formar la Federación de Barrios de Ayacucho y poner el acento en la problemática del campesinado.

Mientras tanto, continuaba organizando su base política dentro del sector estudiantil. Así, llegó a controlar la escuela secundaria Guamán Poma de Ayala, en la que se formaban los futuros docentes. De allí egresaban 500 maestros escolares, universitarios y técnicos, que luego se dispersarían en las aulas a lo largo de toda la Sierra Sur. Con la posibilidad de dirigir los programas educativos de la institución, los textos confrontaban con la mayoría de lo que el Estado peruano imponía en las demás escuelas. A diferencia de los oficiales a nivel nacional, los de Ayacucho no dedicaban páginas a la defensa de la patria ni a la policía, sino que rescataban la importancia del pan, del trabajo en la tierra, denunciaban a un Estado que le daba la espalda al país real. Sin necesidad de organizar manifestaciones, ni intervenir en el trabajo político en los sindicatos, Guzmán dirigía sus esfuerzos hacia los maestros.

Pero no todo seguía el rumbo que Guzmán y sus seguidores pretendían. El triunfo de la Revolución Cubana en 1959 y el posterior derrame de la experiencia guerrillera por todo el continente generó una retracción en las filas del PCP-BR a nivel nacional. La Universidad no fue la excepción: el surgimiento, en 1965, de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional procubana en Ayacucho rompió con la hegemonía de Guzmán y lo empujó a viajar a China a una escuela de cuadros en medio de la Revolución Cultural de Mao. Apenas dos años más tarde, Guzmán regresaría a Perú a recuperar el terreno perdido. Para conseguirlo, utilizaría el asesinato del Che en Bolivia y la derrota en varias intentonas guerrilleras en Latinoamérica como forma de denostar los métodos emanados de la experiencia de Cuba, a la que caracterizaba como un "Estado burgués avanzado" y al Che, apenas como un "tipejo". Con la chapa que otorgaba la derrota de la oleada guerrillera, Bandera Roja emprendió una lucha feroz por la hegemonía política dentro de la Universidad y se enfrentó a su antiguo aliado, el rector. Como consecuencia, Morote renunció a su cargo en 1968 y dejó el camino allanado para las aspiraciones de Guzmán. A partir del golpe militar del nacionalista Juan Velasco Alvarado de ese año, la disputa entre las diferentes organizaciones comunistas fue despiadada. Mientras algunas se posicionaban desde un apoyo crítico a las medidas de la reforma agraria y otras reivindicaciones históricas de la izquierda, los más dogmáticos se oponían sin miramientos. Las consecuencias políticas dentro de Bandera Roja no tardaron de mellar la frágil base social en la que se sostenía. Con un contexto del comunismo internacional, Guzmán y su comité de Ayacucho rompieron definitivamente con la dirección nacional porque no apoyaba la lucha armada. Entonces, pasaron a llamarse Partido Comunistas del Perú- Sendero Luminoso, y en 1974 anuncian el inicio de la preparación de la guerra popular. Con ese fin, organizaron el envío de cuadros militantes a comunidades campesinas para el adoctrinamiento y la captación. A partir de esa declaración de guerra, Guzmán pasó a la semiclandestinidad y dejó su trabajo en la Universidad. Para 1979 todos los cuadros del aparato militar de Sendero pasaron a la clandestinidad y en septiembre de ese año se aprobó el inicio de la lucha armada. Para esa fecha, se calcula que Sendero tenía unos 2.000 militantes armados.